Para dar vuelta el orden del mundo ellas se valen de la danza. Primero le hablan al público como si se tratara de una suerte de advertencia o proclama.
El grito, el tono que hace de la palabra de Victoria Castelvetri algo cercano a la proclama o la exhortación, es otra forma de jugar con el cuerpo, de exigirle a la voz y de apelar a la comicidad del extremo. Una casita de cuento remite al universo de Alejandra Pizarnik. Lo infantil como una forma siniestra del universo adulto. En el fondo del escenario Brenda Lucía Carlini se sitúa como una mujer sentada que mira la escena en un lugar que podría ser su casa frente al televisor, o cualquier otro espacio menos realista, tal vez alguien que inventa todo lo que sucede en un momento doméstico o fantástico, separada de lo que allí ocurre.
Corina Wilson, el grupo integrado por Victoria Castelvetri, Ana Inés García, Virginia Leanza, Milva Leonardi, Branda Carlini y Quillen Mut (aquí en el rol de directora de arte), al que se suma en esta puesta Gastón Santos, inunda la escena con esos movimientos que son una suerte de golpes, el frenesí de un espacio que sacuden como muñecas desarticuladas para desparramar el cuerpo.
El azar, lo discontinuo, la combinación de ropas y sensaciones se condensan en esa enumeración de frases que realiza Milva Leonardi y continúa Gastón Santos donde se repite una estructura delirante en la que dos entidades copulan (puede tratarse de un árbol y el color azul), para después señalar lo que surge de ese encuentro y lo que al mismo tiempo muere (nace una constelación, muere un jabalí) donde lo interesante es que no exista ninguna posibilidad lógica de que eso suceda como en una especulación borgeana.
Hay algo de la osadía de Federico Peralta Ramos en un armado textual improvisado donde lo que se repite no tiene una entidad real, solo existe en la imaginación y en la inmediatez espontánea del discurso. Las cosas están animadas a partir de un sistema manual que es evidente pero que hace a ese mecanismo donde el baile se equipara y adhiere a cualquier desplazamiento. Lo caótico y fortuito es pasado por el cuerpo, como un rito personal. Una algarabía de imágenes se combina en una narrativa asociativa.
La palabra bardo del título parece abrir el juego en todas sus derivaciones desde la locura y la voluntad de sacudir las convenciones, hasta las aventuras de pasaje, la transición de mundos. El armado visual (que según las propias artistas está inspirado en El jardín de las delicias de El Bosco), tiene una impronta surrealista, un poco beckettiana donde conviven mundos y realidades que se ensamblan en escena como en una sala de juegos creada desde la noción de bricolaje.
Este trabajo, que es el resultado de una residencia en el Galpón de Guevara, la sala que oficia de coproductora, está motivado por una investigación muy técnica basada en el tono muscular y en los modos de afirmarse o desestabilizarse en escena pero trasciende esta búsqueda inicial para convertirse en un relato onírico, una apertura en lo real como si el movimiento invocara a esas formas que se esconden en las cosas y las volviera materia ágil y divertida, sordina que se desplaza para hacer del escenario el territorio de un atolladero donde nada es predecible.
Bardo se presenta los miércoles a las 21 en el Galpón de Guevara.