“Cada vez que alguien le dice ‘por favor’ o ‘gracias’ a ChatGPT, nos cuesta millones de dólares en electricidad”, lanzó Sam Altman, CEO de OpenAI, en una entrevista reciente. Aunque lo dijo entre risas, el comentario revela una tensión profunda sobre el modo en que nos comunicamos con las inteligencias artificiales. La escena, cada vez más común, muestra a usuarios interactuando con estos sistemas con cortesía: niños que saludan a un chatbot, adultos que agradecen luego de una respuesta automatizada ¿Un gesto de amabilidad o una nueva forma de contradicción digital?
Este tipo de interacciones expone un fenómeno clave: la antropomorfización de la tecnología, es decir, nuestra tendencia a atribuir cualidades humanas a entidades no humanas. Ya lo exploramos en una nota anterior publicada en Página/12 (“La antropomorfización de la IA”), donde analizábamos cómo la inteligencia artificial no solo responde, sino que simula emociones, tono y personalidad. En esa simulación reside su potencia… y también sus riesgos.
No se trata de si la IA “merece” buenos modales, sino de por qué nosotros sentimos la necesidad de tenerlos. No es la máquina quien necesita reconocimiento, sino el sujeto humano que, al comunicarse, reafirma una matriz cultural y simbólica de relación. El lenguaje no solo es medio de transmisión, es también espejo: al hablar, nos decimos a nosotros mismos quiénes somos.
Frente a esto, el dilema es evidente. Si mantenemos una interacción “humana”, contribuimos a un mayor gasto energético. Según algunos estudios, generar una simple respuesta de cien palabras con IA puede requerir hasta medio litro de agua para refrigerar los servidores. Pero si decidimos tratarlas con frialdad operativa, corremos el riesgo de trasladar esa lógica a nuestras relaciones con otros humanos. El problema no es la IA, sino cómo esta nueva hiper-mediación puede reorganizar nuestros hábitos comunicacionales.
Desde el clásico de Jesús Martín-Barbero, “De los medios a las mediaciones”, sabemos que la relación con las tecnologías no se agota en el uso funcional de dispositivos, sino que produce modos de estar, sentir y habitar el mundo. Las mediaciones configuran un habitus comunicacional: una forma estructurada -y estructurante- que atraviesa nuestras prácticas cotidianas, incluso cuando no estamos en presencia directa de la tecnología. Dialogar con una IA no es solo resolver una tarea o pedir una información; es también internalizar un tipo de vínculo, un tono, una lógica que deja huella en nuestras formas de relación más amplias.
Desde la Alfabetización Mediática e Informacional (AMI), urge abrir este debate. La formación en esta línea no puede limitarse al uso funcional de herramientas, a las lecturas críticas de los sesgos o al problema de la desinformación por ejemplo. Necesitamos trabajar sobre la dimensión simbólica del vínculo con los agentes artificiales, especialmente en infancias y juventudes. Porque no se trata solo de “cómo usar” la IA, sino de cómo hablarle, cómo entenderla, cómo marcar el límite entre lo humano y lo que solo lo parece.
Y ese límite, aunque artificial, importa. Porque en un futuro próximo, las IA no solo escribirán correos: tendrán cuerpo, voz, presencia. Nos acompañarán en aulas, hospitales y hogares. Si no discutimos hoy el tipo de lazo que estamos estableciendo, corremos el riesgo de delegar también nuestra humanidad al diseño algorítmico de una interfaz.
Decir “gracias” a una IA puede parecer un gesto menor. Pero también puede ser el punto de partida para una reflexión urgente: ¿qué tipo de sociedad estamos creando al hablar con lo que no nos habla, al responder a lo que no nos escucha, al proyectar afecto en lo que no siente? Quizás la verdadera educación de la inteligencia artificial empieza, no en la máquina, sino en quienes la entrenamos con cada palabra.
Porque en definitiva, el modo en que nos comunicamos con estas tecnologías termina modelando, también, cómo nos relacionamos entre personas. Si automatizamos los vínculos, si desplazamos la sensibilidad hacia lo funcional, si naturalizamos el diálogo sin escucha, corremos el riesgo de erosionar aquello que vuelve humana a la comunicación: la imprevisibilidad del otro, el roce del desacuerdo, la potencia del encuentro. Cuidar nuestras palabras no es solo una cuestión de energía. También puede ser una forma de cuidar el lazo, de sostener la conversación que construye comunidad, subjetividad y sentido.
* Doctor en Comunicación, Experto en medios, tecnologías y educación orientadas a la IA. Profesor titular de la FPyCS UNLP. IG @sebanovo.ok