En este país, tierra de dibujantes, conviven como en ningún otro lado del mundo los talentosos, los esforzados, los osados y los inclasificables. Hay tantos dibujantes como maneras de ilustrar una historia. Como decía el barbado Mansilla mientras sorbía los siete platos de arroz con leche: “Lo que se llama historia, acá, hay para todos los gustos”.
Y en esta oportunidad –y a propósito de un homenaje que se le hiciera recientemente en la localidad de General Rodríguez–, la historia es la del dibujante, humorista y constructor de viviendas Rubén Pergament. En realidad, más que su historia personal, que comienza en 1943 en el barrio de La Paternal, es la historia de sus creaciones dibujadas (humor gráfico) y de las 50 casas ladrilleras que levantó en varios barrios porteños (también en Uruguay), a partir de ideas propias sobre la construcción.
Se podría decir, entonces, que su imaginación está divida en dos: por un lado el humor gráfico, que lo llevó a vincularse con el mundo del dibujo y la historieta argentina, sobre todo en ese gran momento que podría delimitarse entre la famosa (y primera) Bienal de Humor e Historieta realizada en la provincia de Córdoba en agosto de 1972 hasta los primeros años del retorno de la democracia, cuando en Buenos Aires era el centro de publicaciones que le dedican páginas y páginas al humor, a la aventura dibujada y la ilustración, una época en donde los mejores publicaban acá y allá, es decir, también en el mercado europeo. Pergament fue partícipe de ese clima y también testigo de esos años de destapada creatividad mientras atendía un local de fotocopias que era parada obligada de dibujantes, diseñadores y armadores: “Fue un privilegio que me dio la vida: aprender y conocer nuevos amigos”, dice.
—¿Cómo empezó todo eso?
—En el 1963, cuando Illia se calzaba la banda presidencial y a mí me entregaron el título de maestro mayor de obra. Todo empezó ahí. Me acuerdo que yo trazaba líneas en los planos de obra para obtener permisos municipales mientras leía la sección de humor de los diarios y me preguntaba: “¿Y por qué no?”.
Entonces Pergament probó y dibujó, miró y siguió dibujando hasta que en los años 70 empezó a publicar. Primero lo hizo en una revista japonesa y luego en otra dedicada a temas de la construcción. Más tarde, llegaría con sus propios personajes, al diario La Opinión y luego al periódico Tiempo Argentino. Una de sus creaciones más conocidas es “Margarita”, una flor que, con o sin maceta con o sin tutor, se aventura en formato tira (en un inocente gesto cargado de intenciones poéticas a partir de asociaciones gráficas) a enfrentar diversas situaciones ocurridas en extraños jardines e islas desiertas, y soporta variadas aventuras climáticas. Es, asegura el dibujante, “el primer personaje ecológico de la historieta argentina”, también protagonista de un corto animado. Porque Pergament también incursionó en el cine, realizó varios cortometrajes, ilustró libros, escribió una novela (va por la segunda), y a los 81 años todavía sueña con diseñar casas. “En mi oficio de constructor los proyectos los dibujaba en la pared para ver cómo fluía el diseño, de la misma manera que sucede como cuando bosquejo una idea gráfica. En ambas prácticas, lo que busco es un equilibrio visual, una línea clara”, define en diálogo con Página/12.
—En términos de dibujo, al hablar de línea clara, todos los caminos van hacia el rumano Saul Steinberg.
—Todos van en la misma dirección, sí. Ese se las sabía todas, ¿no? Pero yo a su obra la descubrí después. Yo empecé mirando las tiras de humor del diario La Prensa. Me gustaba mucho una que dibujaba un tal Perkins. Mientras la leía pensaba: el tipo tiene que hacer una tira todos los días, debe tener un cerebro… En ese entonces yo estaba dedicado a la construcción de viviendas, pero como a mí me interesaba la creación, se me iban los ojos hacia todo lo dibujado. Las tiras de humor que me gustaban las recortaba y pegaba en un cuaderno. También lo hice con los chistes del gran Aldo Rivero, del que mucho tiempo después fui amigo, y con muchos otros dibujantes.
—Y un día se animó al dibujo.
—Sí, me animé. Empecé a dibujar de manera autodidacta, pero ojo, mirando a todos. Mientras hacía mis primeros chistes me daba cuenta de que tenía muchas faltas de ortografía, horrores de ortografía, y entonces opté por el humor mudo. ¡Y cuando descubrí a Steinberg se me aclaró todo, ahí me fui orientando!
—Entonces todo comenzó por una carencia…
—Sí, por una limitación.
—Y el primer personaje, ¿cómo nació?
—Dibujé mucho hasta que un día, en un partido de fútbol entre amigos, en un córner, choqué la cabeza con la de un defensor. Me dolía tanto la cabeza que quería sacármela del cuerpo. De ahí nació la idea de “Corpuscrisis”, el cuerpo en crisis, la cabeza por un lado y el cuerpo por el otro. Ese fue mi primer personaje, lo empecé a publicar en un semanario japonés llamado Akokunippo, y después apareció en la rosarina Tinta, la revista de los dibujantes solitarios (del 77 al 79) que dirigía Sergio Kern y donde estaban, entre muchos otros, Napoleón, Fati, Massaroli, Jorge Varlotta (Mario Levrero), y hasta Fontanarrosa. Tinta se hacía en el taller del padre de Sergio Kern y de Elvio Gandolfo, el poeta Francisco Gandolfo, en la misma imprenta donde se imprimió la legendaria revista Lagrimal Trifurca que había dejado de salir hacía poquito. Un poco antes de todo eso había hecho “Viviendoscopio” para una revista de la construcción llamada Vivienda en el 76, 77.
—¿Siempre con el formato tira?
—Sí. En el 78 arranqué con Margarita. ¿Sabés cómo nació? Estaba un bar y dibujé en una servilleta una flor y un periodista del diario de La Nación que compartía la mesa conmigo le puso el nombre. A Margarita le pasaban cosas extrañas siempre en silencio, era una tira muda, donde lo importante era ser claro en la idea, que el lector pudiera entender el juego gráfico. En un principio esa tira que no me convencía mucho, pero fue elegida en el diario La Opinión de Timerman, donde llegué a hacer más de 1000 tiras hasta que cerró el diario en el 81. Es la primera historieta ecológica. Después me llamaron de Tiempo Argentino y ahí les propuse hacer humor de un cuadro, opté por la técnica del puntillismo. Pero al final me di cuenta de que, si bien es interesante el puntillismo, me llevaba mucho tiempo, y yo quería llegar a la síntesis. Buscaba con dos o tres líneas lograr el efecto humorístico. Todos esos trabajos los recopile en Pergament básico, que se editó en el sello de Lagrimal Trifurca en la imprenta de los Gandolfo. Nosotros mismos encuadernamos los libros, un laburo tremendo. La idea de trabajar con un solo cuadro me dio otro tipo de libertad creativa, porque hasta podía jugar con el otro lado de la viñeta, los personajes salían desde atrás. Esos laburos todavía me gustan mucho. Porque yo a las ideas las veo. Me levanto todos los días a las seis y agarro papelitos previamente cortados y boceto cuatro ideas, siempre cuatro ideas que me vienen a la cabeza, si sirven o no, no sé, pero las hago. Me acuerdo de que Mordillo, un dibujante que yo admiro desde siempre, me decía: “¿Cómo hacés, Rubén, para hacer un dibujo diario? ¡A mí me lleva una semana terminar uno!” La cabeza tiene que laburar todos los días.
—Al mismo tiempo que publicaba, tenía un local de fotocopias por donde pasaron todos los dibujantes de aquellos intensos años. ¿Cómo fue ese tiempo?
—Fue maravilloso. Nos divertíamos mucho. El local se llamaba “Diagonal. Copia de planos y fotocopias”, estaba en Diagonal Norte y Cerrito. Teníamos unas buenas máquinas y por eso venían los dibujantes a sacarles copias a sus originales. Sobre esas máquinas vi muchas cosas lindas. Mi socio me decía: “Dedicate a laburar, Rubén, y dejate de joder”. Porque jodíamos, había muchas ganas de reírse en aquella época. Me acuerdo que entonces me había hecho hacer, gracias a las máquinas del local, unas tarjetas que les entregaba a los clientes que al leerlas se quedaban mudos: “Rubén Pergament: Reparador de fósforos de madera”, o “Cazador de criollitas”, o “Abanderado de sexto grado”. Por el local pasaron todos, Oski, Mordillo, Sócrates, Brócoli, Solano López y tipos inolvidables como Salvador Samaritano. Cuando se podía, nos íbamos a la vuelta a tomar café. Porque a la vuelta, sobre Lavalle, estaba el local de Bevilacqua, un tipo bárbaro, coleccionista, que sabía de todos y tenía muchas revistas del género que todos querían ver. De algún modo gracias a él yo dibujo, me transmitió la pasión de dibujar.
(Nota: Oscar Eduardo Bevilacqua era el dueño del local “Librería del Parque”, ubicado en Lavalle al 1100, coleccionista, gran lector de historietas y gran conversador. Su negocio congregaba entre los 70 y 80 a dibujantes y guionistas como Oswal (que lo retrató en una historieta como el doctor Bambú), Álex Salas, Szilagyi, Mulko, Gemelli, Zirulnik, Heredia y José Massaroli. Precisamente éste historietista, en un hermoso texto recordatorio de aquellos años, sostiene que Bebilacqua “presidió la primera delegación argentina de historietistas a Lucca, Italia, donde compartió anécdotas con Hugo Pratt, Humberto Eco, Alberto Breccia, José Muñoz y muchos más. Fue asesor de la revista Caras y Caretas en 1982, y autor de novelas que están aún inéditas”. Falleció en diciembre de 2015).
—Volvamos sobre su primer oficio.
—Sí, ladrillero.
—¿Cómo es eso?
—Yo construyo casas donde el material fundamental es el ladrillo. Hacía casas, pero cambiando un poco lo que decía los manuales. Te cuento: Hice más o menos 50 casas, y algunos hoteles, en Villa Urquiza, Villa del Parque, Devoto, Floresta, Chacarita, Palermo, en Colonia (Uruguay) y en General Rodríguez, claro, donde vivo ahora… En todas utilicé el ladrillo común, esos que se hornean con el barro cocido. Esa fue la base de mis obras. Pero a esos ladrillos hay que darles presencia. En mis obras evité las columnas, el hormigón, y utilicé las paredes como portantes. Y para lograr eso, todas las paredes tenían que ser de 30 cm, y como yo quería que la parte exterior y la parte interior tengan las mismas características, al ladrillo lo rasaba. Entonces lo primero que hacía era levantar la pared exterior, y a esa pared la rasaba adelante con un producto, un pigmento de color rojo. Yo levantaba las paredes, dejando preparado el lugar para las luces, y después rasaba los ladrillos. Si bien había un proyecto de la vivienda, yo iba inventado sobre la marcha, era como cuando uno escribe una novela.
A las paredes las enganchaba con una seta de hierro del seis, le metía cerecita a la pared exterior, para evitar la humedad, y la de adentro la hacía suelta. O sea, de los dos lados rasaba la que se veía y le dejaba una cámara de aire que podías ponerle tergopol. Otra característica de mis casas era el cielorraso, donde no tengo que estar haciendo una hormigonada porque las paredes de 30 cumplen, sostiene todo. Yo siempre usé con ladrillos sin junta, es una técnica que se me ocurrió a mí, por ahí alguien la usó antes, pero yo no la vi. Para hacer los cielorrasos uso vigas de madera, esas que ser ven en las casas. Pero también utilicé vigas de hierro, en forma T, y utilicé bovedillas que son elementos aligerantes que se colocan entre viguetas para formar un forjado o losa, de esas tengo muchas. En fin, me gustaba jugar con los encuentros de las paredes y eso lo fui desarrollando.
—¿Y siguen el pie?
—La mayoría están vivas (risas). De todas las que hice la que más me gustó, porque está fuerte y en esa casa dejé la vida, es una que hice en Colonia, Uruguay. Ahora que hablamos me acuerdo de una en Cañuelas, era para un fanático de Boca que me pidió hacer toda con los colores del club, ¡hasta las baldosas del baño! En esa casa, por ejemplo, en lugar de vigas utilicé los postes de luz, hice bovedillas con postes de luz que quedaron bárbaros. Si uno no inventa está muerto. Hay que inventar y crear todos los días, de eso se trata vivir.
—En 2021 publicó su primera novela La cáscara de la naranja, sobre un tipo que se queda sin laburo y se inventa una profesión llevando una escalera de doble hoja para predicar la vida, ¿Hay otra historia en marcha?
—Por lo pronto sigo dibujando todos los días. Ahora tengo un nuevo personaje: son dos platillos voladores, sí, platillos voladores que llegan a la Tierra y se mimetizan con nosotros, toman mate, y conversan de fútbol. Mientras tengo en mente un cortometraje ya escrito, solo falta la guita, y estoy escribiendo la segunda novela. Hay que seguir, siempre seguir. Ahora estoy ordenando la biblioteca, porque un chico de once años, un vecino, quiere leer historietas. Y cuando un chico quiere leer, hay que ayudar. Nada más lindo que imaginar, ¿no?