“Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido pero ya era tarde”.

En el comienzo de Los siete locos, Roberto Arlt fija la regla narrativa que dará comienzo al angustioso deambular de su personaje central, el hombre gris que sueña con la salvación. Está perdido. Pero -expulsado del mundo del trabajo-, será paradójicamente libre. Fuera de la ley, fuera de la oficina, se abren los espacios indeterminados de la calle y la aventura. Angustia y libertad.

Antes de Erdosain y a instancias de otro Roberto, en 1925, cien años atrás, el oficinista como prototipo pero dotado de un complejo perfil psicológico, entraba a la literatura mediante un puñado de cuentos extraordinarios en su hechura, en su creación de un ámbito novelesco (la idea de unos cuentos encadenados a la manera de la protonovela picaresca) donde el verdadero protagonista es una entidad llamada Oficina, o “La Casa”. Una especie de Estado Mayor y Teatro de Operaciones del mundo del trabajo, enclave de la moderna esclavitud. En uno de los cuentos, “Lacarreguy”, estafa a la oficina para mantener a Consuelo, una cocotte de gustos caros y sensuales; cuando el cuento termine, Lacarreguy se sentirá tan perdido como Erdosain.

ROBERTO MARIANI

Roberto Mariani tenía poco más de treinta años cuando se publican con razonable éxito para la época sus Cuentos de la oficina, el libro que lo mantendrá a flote en la literatura argentina, aunque nunca ingresó al canon, y tampoco obtuvo las sucesivas oleadas de reconocimiento crítico como le sucedió a Roberto Arlt, pero indudablemente pertenecían a la misma zona de frontera: orbitaban más cerca de Boedo que de Florida pero eran su ala ultra, anti pietista, por momentos, ineludiblemente cínica. Mariani había colaborado en la revista Martín Fierro y al final les mandó una carta incendiaria acusándolos de ser demasiado contemplativos con Leopoldo Lugones y demagogos con ese criollismo impostado y juguetón. Él se declaraba ultraizquierdista. En el mundo de la oficina discuten dos polos ideológicos: están los conservadores y los radicales de un lado, y los que quieren un cambio revolucionario del otro. Pero todos pertenecen a la clase media baja en búsqueda de ascender y coinciden en la servidumbre frente a los superiores. No hay redención que valga en el mundo de “La Casa”.

Roberto Mariani fue bancario, lo que -se supone- le dio grandes herramientas para retratar el ámbito de las oficinas y a sus personajes, pero también manejó camiones por las rutas argentinas. Era rudo y delicado a la vez: sabía francés, y en 1927 dio una conferencia sobre Proust. Murió a los 53, 54 años, de un infarto. A la edad de Proust, a la manera de Arlt: fulminante.

Cuentos de la oficina es un libro que entra en juego en la mitad exacta de la primera gran década moderna del siglo anterior, los años 20, y estos textos la retratan magistralmente en su desarrollo desigual, inarmónico. La oficina es un no lugar: no es la calle y no es el hogar. No es el lugar de los peligros de la modernidad ni tampoco el refugio pequeñoburgués. Es el lugar del ascenso social pero muy a la manera argentina. Cuando Santana vuelve a su casa angustiado por el error que lo ha llevado a depositar cinco mil pesos de la cuenta de la señorita Sánchez Ferreyra en la del abogado Santos Ferrería (quien resultará ser un crápula que se desentiende del error que lo benefició), nos enteramos que el supuesto hombre clásico de la clase media ascendente, el oficinista tipo, vive en una pieza de conventillo con su esposa y dos hijos.

La oficina es a su modo un refugio, un útero que cuando expulsa a sus hombres y mujeres al exterior no los sumerge en una calle de aventuras sino en un paisaje absolutamente hostil. La oficina es, en la mirada del anarquista o ultraizquierdista Mariani, el lugar de la humillación y de la esclavitud moderna, y por eso, cada intento de abandonarla terminará en rotundo fracaso, y por eso, cobran un sentido nítido y lúcido los fragmentos finales de “Balada de la oficina”: “Ahora vete contento. Has cumplido con tu deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana, y todos los días, durante 25 años; durante los 9125 días que llegues a mí, yo te abriré mi seno de madre; después, si no te has muerto tísico, te daré la jubilación.

Entonces, gozarás del sol, y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu deber!”.

En los años de pospandemia, el teletrabajo, las nuevas tecnologías y los altos costos de los inmuebles han prácticamente pulverizado el imaginario de Oficina que plasmó Mariani, pero subsiste la idea de que la oficina sigue siendo un poderoso símbolo del mundo laboral, es el lugar donde los seres humanos se despersonalizan, se sujetan a la rutina y la falta de iniciativa, se atan a un escritorio, una noteboke y un celular. Mientras la fábrica refuerza su melancólico lugar de núcleo duro del trabajo como ordenador de la vida familiar de sectores populares, la oficina sigue aquejada de individualismo, stress, palidez, debilidad auto infligidas. Los males de la clase media.

Byung-Chul Han y la sociedad del cansancio fueron anticipados en los cuentos de Mariani. El hombre es esclavo de sí mismo mientras cree conquistar su libertad. El hombre es empujado a sujetarse a sí mismo. El horario de trabajo se va a ir extendiendo como una mancha de aceite, hasta que no haya un solo momento en que no esté trabajando, dominado, abducido por los mil tentáculos de una oficina enmascarada, que ya no se presenta como tal. Nunca se termina de pagar la última cuota de la liberación.

Y esto es así no porque Roberto Mariani fuese profeta, pero indudablemente hay una genuina noción de literatura de anticipación en los Cuentos de la oficina, algo que los trae intactos hasta el presente y los arroja sobre este tiempo tan confuso acerca de los límites, las responsabilidades y la noción de libertad, una potencia cultivada en la dramaturgia poderosa de esos portentosos y contrastantes años veinte.

Roberto Mariani descubrió hace cien años que, en el fondo, todos somos oficinistas. Y todos queremos dejar la oficina para siempre y salir a la calle o volver al hogar donde anhelamos la aventura o la intimidad. Pero donde solo nos espera la oficina que llevamos adherida en el alma.

Alguien llamado Roberto Mariani imaginó esa gran metáfora de la condición humana y la plasmó en un puñado de cuentos magistrales que todavía hoy claman por un mayor reconocimiento en el altar de la literatura argentina.