La cartografía es una disciplina espiritual. Cuando tenía siete años, la hija de Marc Ribot se puso a dibujar el mapa de una ciudad con trazos de un azul vívido y profundo. Su padre quedó imantado, y preguntó por la elección del color. “No es un mapa azul”, respondió la niña. “Es el mapa de una ciudad azul”. La distinción no era menor. El tipo sacó la guitarra del estuche y, a partir de aquella escena, se puso a escribir una canción. “Describe la sensación de despertarte en la plataforma de un tren en New York, quizás en Coney Island”, dice Ribot. “Despertarte ahí y no tener la menor idea de dónde estás”. Así, después de pasarse más de cuarenta años como ladero de los grandes y soldado del avant-garde, Ribot finalmente se descubre frente al mundo como cantante y autor de canciones con Map of a Blue City. Aunque sigamos los caminos trazados por la propia sangre, parece decirnos el disco, también nos podemos perder. Y por completo.

La mayor parte del público ya lo escuchó a Ribot y no lo sabe. El tipo nació en Newark, en algún punto de 1954. Aprendió a tocar, en idénticas cantidades, con un guitarrista haitiano llamado Frantz Casseus y con las bandas de garage que armó y desarmó en aquella zona del noreste americano. Después, siguiendo la estela del punk-rock, se mudó a New York en 1978. Eran días bravos en la Gran Manzana: huelgas, apagones, huracanes. Todas esas calles mugrientas que aparecen en las primeras películas de Jarmusch. En esos primeros estudios y clubes de mala muerte, Ribot descubrió algo imposible sobre sí mismo: era lo suficientemente roots para tocar con los negros y lo suficientemente cosmopolita para tocar con los blanquitos universitarios. No sabía cómo lo había logrado.

En simultáneo, se hizo una suculenta foja de servicios como sesionista y se hundió en el subsuelo del subsuelo del avant-garde. Así, mientras se ganaba el mango tocando con Wilson Pickett o Chuck Berry, se sacaba las ganas retorciendo los standards con los Lounge Lizards de John Lurie. Estaba a punto de saber que podía unir los dos mundos. Fue, para ser precisos, en la noche de año nuevo de 1984. Quizás nevaba. Los Lounge Lizards hacían su lectura punk-jazz de “Auld Lang Syne” cuando Tom Waits se subió al escenario. Enseguida le echó el ojo a ese flaquito judío con simpatías de izquierda y lo reclutó para su banda. Para meter una bomba adentro de su música. ¿Cómo suena?, le preguntaron. “Como un manicomio, o un accidente de tránsito”.

“Me sentía como un guerrero de todo ese poder visceral de la música que escuchaba a mi alrededor”, contó Ribot en The Guardian. “El poder de la banda de Richard Hell tocando en el CBGB, de la música cubana que sangraba a través de las paredes en mi departamento del Lower East Side. De la música rara de Haití, de las bandas de bodas croatas. Todavía no podía descubrir qué tenían en común todas estas músicas, pero estaba preparado para ir a la guerra por esa causa. Quería tocar el alma de las personas y hacerlos bailar o llorar o vomitar”.

Entró en los ‘90 con Rootless Cosmopolitans (1990), su debut como solista, y se pasó buena parte de esos años espantando a todo el mundo con John Zorn. Música que, como se dice, no tomaba rehenes. Acá, sin embargo, lo escuchamos en todas las radios del país cuando Calamaro –en función de su trabajo para Waits– lo reclutó para Alta suciedad y algunos de los mejores tramos de Honestidad brutal (verbigracia, “Los aviones”). La historia de Map of a Blue City arranca más o menos por entonces, con un montón de demos desparramados en su departamento. Ya era genial haciendo lo que hacía, ¿quién quería escucharlo cantar?

Ribot le otorgó un primer lineamiento a todas esas canciones y llevó el proyecto a las oficinas del sello Epitaph, célebre por sus discos de punk y death metal. La respuesta lo confundió: “Demasiado oscuro”. Volvió a su casa decepcionado y divertido casi en partes iguales (durante algún tiempo, el nombre del disco fue Too Dark for Epitaph). No se rindió. Armó Los Cubanos Postizos, armó Ceramic Dog y, en algún punto, el legendario Hal Willner le habilitó un presupuesto para grabar aquellas canciones junto a una sección de cuerdas. “Pero me gustaban más los demos”, dice Ribot. “Así que aquel proyecto quedó a un lado y me pasé los siguientes siete u ocho años devolviéndole la plata a Hal”.

El guitarrista y ahora cantautor Marc Ribot 

Habría que hablar con sus cónyugues, pero el orden no debe ser el fuerte de Ribot. Mientras preparaba clases magistrales o componía alguna banda de sonido, perdió todos aquellos multitracks y entró en el círculo de la desesperación. Parece que no estaban tan mal, después de todo. Como el Chapulín Colorado, el productor y cantautor Ben Greenberg tuvo que entrar en escena para que no cundiera en pánico. “Sabía que era la persona indicada para atrapar estas aves misteriosas”, dice Ribot. “Gracias a todas esas tecnologías que le permitieron recuperar los tracks más viejos y remezclar el material de las Sesiones Willner, ahora podemos escuchar esta música”.

A través del sello New West Records, un par de meses atrás salió el primer adelanto: una versión devastadora de “When The World’s On Fire”. Versión es un decir. Ribot toma aquel himno cristiano y apocalíptico rescatado por la familia Carter en el lejano 1930 y lo lleva sin escalas hacia a la carretera de Cormac McCarthy. No hay lugar para los débiles. El tipo canta como si estuviera sentado sobre un cajón de frutas, calentando una lata de sopa instantánea en un campo lleno de cenizas. “Tenés que admitir que estaban muy adelantados a la curva”, dice. “Yo apenas le agregué unos versos para hacer la canción un poco más segura para los agnósticos”.

Map of a Blue City acaba de llegar a todas las plataformas. Nadie, ni el más optimista de todos esos bichos raros que reptan por el subsuelo, se imaginaba semejante obra maestra. Ribot, que siempre se jactó de cantar “sólo en situaciones de emergencia”, pasa de un barítono medio slacker al falsete de “Say My Name”. Sin hacer alarde, usa todos los recursos a disposición. El primer tema, por ejemplo, es una pieza de cámara donde cita a William Blake. En otra canción toma el imaginario del bossa nova para decir todo lo que no quiere de Brasil y, promediando el disco, musicaliza un poema de Allen Ginsberg y se va en una larga coda ambient. A veces, es durísimo. A veces, es divertido. A veces, dan ganas de llorar. Siempre pero siempre, parece ese tipo a punto de perderlo todo que se atrincheró en el porche de su propia casa. “Quería que el cuarto fuera lo suficientemente pequeño para que no pudieras quitar la mirada”, dice. “Pero lo suficientemente cálido para sentir que viene de un amigo”.