Nahuelpán fue un mapuche con un oído increíble. Hasta sus últimos días, vivió en un toldo a las afueras de la ciudad de Trenque Lauquen, provincia de Buenos Aires. Falleció el 29 de septiembre de 1942 no se sabe a qué edad. Lo que sí se puede asegurar es que Nahuelpan fue parte de la tribu de Calfucurá, luego de Namuncurá y Cipriano Catriel. En 1875, otra arremetida del ejercito lo llevó hasta Bahía Blanca donde fue bautizado con el nombre de Ramón Gómez.
Ducho para la lanza y tan buen baqueano que el coronel Antonio Donovan lo tomó a su servicio, lo terminó haciendo trompa de su regimiento por el buen oído musical.
En 1879 lo trasladaron a Buenos Aires y pasó a ser trompa de un cuerpo de bomberos. Al poco tiempo fue a parar a Trenque Lauquen, para quedarse definitivamente en esas tierras y morir allí, en su toldo, a las afueras. Levantó sus cueros en la zona sur de la ciudad, en el lugar donde actualmente existe un barrio con su nombre.
No le quedaba tribu ni hacienda, pero la música la llevaba adentro suyo. Los vecinos de Trenque Lauquen lo recuerdan como “El indio trompa” que los días patrios recorría las calles tocando sus instrumentos de viento.
Como él hubo muchos amantes de la música, autodidactas, artesanos. quienes adoptaron y adaptaron instrumentos wingka para sus festividades, dándole distintos significados.
Tal era el caso de doña Rosa Calfunao, Tigre Azul, quien solía contarle a sus nietos que en tiempos de infancia, el trompe solo lo podían tocas los adultos. Ella y su hermana conocían el escondite del pequeño instrumento musical que guardaba su padre y salían al campo, para turnarse a tocarlo por un breve instante y volver corriendo a guardarlo en su lugar.
El trompe es el arpa de boca, metálica y en forma de herradura. Su origen está en el sudeste asiático y habría llegado a manos de los griegos alrededor del siglo IV a.C. De Grecia habría pasado a Roma y al resto del continente. Se creía que su sonido tenía connotaciones libidinosas, capaz de exaltar los instintos sexuales por lo que en la época colonial se lo llegó a prohibir.
Cómo llegó a nuestras tierras no es un misterio. El capitán John Narborough, un expedicionario inglés, quien se embarcó en el buque Sweepstakes rumbo a Chile en 1669, dejó escrito en su diario de viaje que “se puso a Don Carlous en la tierra y llevaba consigo una espada, una caja de pistola, su mejor traje y un saco con abalorios y cuchillos, amén de tijeras, campanillas, birimbaos, harpas judías y tabaco”. Narborough llama Jew's harp al instrumento de boca.
El instrumento se dispersó de norte a sur y en tiempos de mestizaje, los bolicheros lo tenían a la venta y siempre estaba en los catálogos que les enviaba la Casa América de Buenos Aires. Eran necesarios para trocar por plumas, cueros o platería mapuche. Hasta cuentan que por los pequeños pasajes cordilleranos, algunos chilenos traían cantidad de trompes para canjear. Aquí muchos jóvenes de ambos sexos los esperaban entusiasmados, ya que el instrumento facilitaba las relaciones de pareja. Los tiempos de juventud son cuando el sonido tan particular del trompe llegaba a oídos de la persona correcta para formar su dualidad.
Recordando justamente esos tiempos, la señora Lucía Kañukura, una anciana de Neuquén que se dedicaba al tejido, pasaba horas frente al telar haciendo trabajos bellísimos, y cada tanto se equivocaba en alguna vuelta. Entonces descansaba, metía una mano en el bolsillo del delantal y sacaba su pequeño instrumento. Cerraba los ojos, tocaba un rato y cuando los abría se sentía lista para seguir. En una oportunidad se le preguntó qué música había estado tocando, ya que había sido largo el concierto, y ella contestó con un tono de obviedad que se había ido con el pensamiento hacia su tiempo de mocedad, de juventud, cuando tenía muchachos jóvenes que la pretendían.
Utilizado para viajar, enamorar y contar su leyenda. Cuentan que desde siempre estuvo prohibido a los niños, y que en una ocasión dos niñas que deseaban oír el sonido dulce del instrumento, lograron robar dos y se fueron a caminar lejos de la ruka, su casa, para que ningún adulto las viera. Como habían subido la montaña, decidieron descansar sentándose en una piedra y aprender a tocar el trompe para que se escuchara en todo el valle. El volcán sobre el cual habían estado caminando, se enojó con la furia de los volcanes y comenzó a temblar la tierra y a derramar lava. Se derrumbaron piedras enormes, una niebla espesa cubrió la cumbre y para cuando todo se calmó y las nubes se levantaron, las dos niñas habían quedado convertidas en piedras. Por eso ese volcán lleva el nombre de Epulcha, Dos Niñas.
Son historias que se transmitieron hasta las planicies bonaerenses, donde también se fabricaba un instrumento similar. El kinkulkawe, un violín hecho con dos costillas de potro bien arqueadas, a las que se les atan las cuerdas de cerda de caballo, bien tensas para frotarlas entre sí. El extremo de una de las costillas va en la boca, sostenida con los dientes.
Hay más instrumentos mapuche, como el kultrún, el tambor de madera se sostiene con una sola mano, con el que se ejecutan distintos ritmos para danzar, cantar o simplemente, como decían las abuelas, para viajar al pasado o dentro de uno mismo. Así le decían a uno en la infancia y había que estar adivinando lo que las abuelas querían decir. Después comenzaban con los relatos de todos los familiares que habían sido amigos de los sonidos, con distintos instrumentos.
En tiempos en que no había redes sociales ni radios ni tele, esas palabras a uno le servían para conocer la historia, las hazañas frente al malón blanco. Cómo el gran abuelo Calfucurá había liderado a miles de guerreros para defender la tierra. Cómo la abuela Tránsita había logrado esconderse en la encerrona y sin que la vieran había llegado solita al sur. Oír esas hazañas de mujeres que la habían conocido, era como ver una película con muchísimo romanticismo.
Después de contar que había sobrevivido comiendo plantas y raíces, Tránsita agarraba su kultrún y se ponía a tocar golpecitos imitando los latidos del corazón, en medio de un silencio cordillerano y un frío invernal. Y cuando le venía la gana, empezaba a cantar hasta que se cansaba, o hasta que volvía de su viaje al pasado. La paciencia lo era todo. Oír orgullosamente cómo todos los abuelos y abuelas de la familia habían sido cantores, kultruneras, hace que el pecho se hinche y el entusiasmo dé razones para seguir contando las historias más hermosas.
Un buen día uno se encuentra lejos del pago, entrevistando a más voces ancianas. De pronto, don Cayuqueo escucha el apellido de la entrevistadora, comienza a acariciar la frente de su caballo, sorprendido. Los recuerdos le empiezan a surgir, porque conoció a un hombre, un ancestro que también fue músico, pero con algunas características particulares.
En la década del cuarenta, un Carriqueo solía recorrer los boliches de campo, desde Junín hasta Nueve de Julio. Muy elegante el hombre, por demás de apuesto, con un vozarrón que enamoraba a las chicas del pago. Ofrecía su concierto a cambio de unas grapas y propina, entonando milongas con una guitarra. Recordaba Cayuqueo que él era muy jovencito cuando lo conoció, recién empezaba a salir con los otros peones a bolichear hasta tarde. De pronto se abría la puerta y aparecía Carriqueo, del que nadie recuerda el nombre pero sí, era muy elegante. Se las ingeniaba para andar con bombacha de campo y chaqueta blanca impecables, una faja tejida en buen telar mapuche, sombrero, guitarra y cuchillo en la cintura.
La persona que contaba este relato, lo hacía con admiración, pero no porque Carriqueo diera un buen show, ni porque tocara excelentemente bien la guitarra. Resultó que era un paisano peleón, un provocador de aquellos. Después que cantaba unas milongas y se bajaba unos cuantos tragos empezaba la fiesta, para él. Era el que empezaba la riña con cualquier cosa siempre amagando sacar el cuchillo, cuando los demás se metían y todos peleaban contra todos, él guardaba la guitarra en el estuche, la poca propina que le habían dejado y se las tomaba. Parece que esa era su gran virtud. “¡Pero qué ligero corría ese paisano!” recordaba Cayuqueo, mientras cepillaba su caballo y le revisaba los cascos.
Uno no puede evitar decepcionarse ante semejante personaje, después de oír todos los otros recuerdos, de los que se conectaban con la naturaleza, enamoraban con su canto, con sus instrumentos. Aunque si la perfección existiera, no tendríamos estos relatos que nos despiertan una sonrisa. Con el solo hecho de imaginar al pariente corriendo entre los cardos, saltando alambrados, escapando de un marido celoso o resbalándose con el barro de los caminos rurales, todo pegoteado, ya es un espectáculo que sea con kultrún o con un trompe, si se pudiera viajar al pasado uno quisiera ver.