Mi papá nos había advertido de no acercarnos. Se refería a la canchita donde jugábamos los domingos. Nosotros acudíamos igual.
Huérfanos de laya, sin comarcas de plenitud ni valles encantados, andábamos tan miserables que olfateábamos nuestra condición de parias buscando un milagro.
Para resaltar el cuadro siempre andaba cerca la vaca ciega. Atada a un poste, era color ámbar, un rosa mezclado con polvo rojizo .Su dueño, un vasco ancho como un aparador. Ignoraba todo sobre el fútbol y cómo tratar a los niños. Figura de matrero mal nacido, hombre blanco y chicato.
Lo habíamos visto ensartar a dos perros con el rastrillo y se comentaba había batallado en la Guerra Civil española, de donde volvió loco y sin uno de sus dientes. También aseguraban que le había quedado un plomo dentro de su cabeza.
Mi papá nos había avisado que era un tipo raro.
Vivía en una casona señorial a punto de derrumbarse. Un cuco recluido junto a una matrona a la que solíamos ver acarrear baldes de chapa y colgar ropa. Ella mugía: en su boca, en su garganta, había algo defectuoso que le impedía modular. Una bestia de carga con batón. Mi papá me había susurrado una vez que siendo jovencita había sido una rubia exuberante .Y derramó aquella frase excesiva que tanto nos impresionó.
-El Vasco, de puro celoso, le cortó la lengua para que no hable con ningún hombre.
Una tarde empezamos a apedrear a la vaca.
Debíamos morir, sacrificar lo hermoso del mundo como Cristo lo había hecho, apuntarle a la pobrecita vaca ciega, ir a una batalla contra las tribus infernales para limpiarnos la mugre, nuestra honda pena de no ser nadies.
Estábamos tristes pero nos reíamos fuerte. El Vasco nos retuvo: tenía en la mano el rastrillo.
La vaca ciega mugió y pareció amonestar el hecho, por lo que soltó a los pibes, que cayeron al suelo como pasas. La señaló.
—¡Que si no, hijitus de puta, que si no! — Y se fue dando zancadas.
El Pechi se acercó y acarició a la vaca varias veces en el lomo para disculparse. Apenas movía las rodillas pero estaba erguido. —Mirá, mirá, mirá, mirá —y era una letanía su voz de niño monstruo. Había vuelto a caminar unos metros sin ayuda. El efecto le duró unos minutos, pero alcanzó para detenernos. Luego, otro día, el Chanchi, un tronco, se despachó con una jugada de esas: había parado la pelota y eliminado a todos, incluido el arquero. La clavó junto a un poste, de chanfle, como los que saben. Y esa misma tarde, Albertito, el raro, mientras volvíamos, se encontró un billete de quinientos, una fragata, pequeña fortuna que admiramos mientras huíamos del lugar tal como nos habían enseñado, no fuera cosa que apareciese su dueño. Y se le empezó a quitar la enfermedad esa: ahora le gustaban las mujeres. Con esa pequeña fortuna pudieron en el kiosquito familiar levantar el pagaré. —Yo también toqué la vaca, igual que el Chanchi… —dijo.
A la tarde siguiente, nos acercamos ansiosos por entender el enigma. Corriendo, nos llegamos hasta el bosque de tunas que cercaban al animal: todos debíamos acariciarla, para que nos diera su milagro. En eso, aparecido de la nada como un cíclope furioso, surgió el Vasco, horquilla en mano, apuntándonos. La tiró a modo de advertencia y vino a caer muy cerca, por lo que huimos como conejos.
— ¡Solo la queríamos tocar!
Y él emitió aquella voz horrorosa: — ¡Sois un montoncito de bosta, argentinitos! ¿La han tocado? ¡Pues nunca más lo harán! ¡Ella elige quién quiere o quién no, y ahora yo elijo que se muran todos sin más verla! !Hijitus de puta!
La condujo al otro lado del campito. Toledo, con una agudeza sin igual, musitó: —Y... el tipo antes seguro era judío, hora debe estar bien acomodado.
Toledo padecía a esa etnia con furia. Una noche robaríamos la vaca ciega para llevarla a los hospitales, a los colegios y a los confines de todas las casas donde los pibes eran apaleados, vejados, encerrados. En su trayecto le acariciaríamos un poco las ubres para nosotros.
Por esos días mi abuelo se murió de un infarto. Recordé que había estado en la Primera Guerra y que había matado. —Es por eso que no funciona —aseguró Toledo—. Los grandes son gente mala. Los mandan a hacer cosas de asesinos y por ahí... si tu abuelo hizo crepar a algunos … estaba escrito que debía morir si la tocaba. Es la ley de la vaca ciega.
Lo velaron en mi casa como se acostumbraba y hasta el Vasco se apareció a dar el pésame. Se quedó en un rincón quieto como un chico. No sé, pero me pareció verle un aura que lo acompañaba envolviéndole la cabeza, como en las estampitas que los curas guardaban en sus mesitas de luz.
Un domingo volvimos. El boliviano manco de la quinta estaba como petrificado. Supimos que el mundo estaría perdido para siempre sin la vaca ciega.
–Van a venir cosas terribles, gente desaparecida, los tanques - murmuró.
Nos hicimos la señal de la cruz y empezó a llorar, con sus dos manos que ahora estaban completas sobre la cara. En ese momento se abrió una tormenta. Lejos, como si alguien importante se hubiese muerto, retumbaba el campanario.
Las primeras casas de chapa empezaron a tumbarse. Caían unas sobre otras como en un dominó.
Una niña, una india joven, con brillantina en el pelo y estrellas de papel glacé en los hombros, empezó a ascender al cielo. Estaba semidesnuda igual a una virgencita y nos observaba fijamente. Rezaba con las manos muy juntas y no paraba de mirarnos. No lo sabíamos pero estaba pariendo un hijito.
Después se hizo de noche para siempre.