Lo que más le fascinó a Santiago Villanueva del circo no fue el espectáculo en sí, sino todo lo que pasaba antes: la llegada de los camiones con sus acoplados, la manera en la que la carpa se levantaba, la forma en la que se modificaba ese paisaje cotidiano y la dinámica de una ciudad que, hasta entonces, estaba tranquila, quieta. Pero, por sobre todas las cosas, le encantaba el barro: “Siempre me generó fascinación todo esa mugre que se hacía alrededor del circo y en la previa a entrar a la carpa. Tener que pasar por ahí para poder entrar me parecía algo genial. La previa de entrar a algo siempre es más excitante que todo lo que pasa adentro. La puerta del primer boliche al que vas es lo que siempre recordás y diría que hasta es más importante que todo lo que viene después”.

Si había barro alrededor del show era porque todo sucedía en un baldío abandonado de Azul, provincia de Buenos Aires, su ciudad natal, una tierra en la que parecería no suceder mucho, pero en la cual una carpa puede generar un pequeño temblor, un movimiento sutil e imperceptible capaz de cuestionar décadas de inercia estéril: “La llegada de un circo a un lugar como Azul, o cualquier otra ciudad chica, tiene la función de despertar la fantasía. Que algo llegue y se pueda ir, en un lugar donde nada se mueve, es fantasía. Entiendo que parece ingenuo pensarlo así, pero sigue generando efectos, supongo. O por lo menos hizo efecto en mí ”.

Ese impacto fue el que lo llevó a hacer una exhibición como Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco, en la cual reescribe la historia del circo en la Argentina y su relación con el campo del arte y la política (específicamente con el peronismo). Con una serie de collages y algunas pinturas del artista Benjamín Solari Parravicini, esta muestra en la galería Isla Flotante trae al presente personajes como los hermanos Podestá y el payaso inglés Frank Brown –que marcaron dos hitos en la historia del circo nacional–, como así también la aparición de La cabalgata del circo, aquella película a partir de la cual se originó el mito de que Libertad Lamarque le dio una cachetada a Eva Perón en medio del rodaje y que luego este pequeño encontronazo derivó en que la actriz tuviera que emigrar a México, cuando el primer trabajador llegó al poder.

Sin embargo, más allá de los personajes icónicos o de las bofetadas memorables, el circo de Villanueva pone por encima de todo a la carpa, ese edificio hecho de paredes blandas que no hace más que molestar, cada vez que les recuerda a las personas que es una construcción temporal, capaz de trasladarse a donde quiera. La carpa aparece en esta exhibición como la única cosa capaz de desaparecer o moverse, de no tener casa, ni pertenencia e incluso de no tener propiedad porque en ese reino de fantasía, que se construye sobre ese techo de lona, la propiedad privada está completamente desvirtuada. El circo llega y se instala en el descampado olvidado de Azul –o de cualquier otro pueblo– para hacer uso de esa tierra que no le pertenece y desplegar ahí su fantasía para demostrar que, por ejemplo, la historia del arte argentino puede ser un relato móvil y cambiante. Una manera de esconder las cosas y, al mismo tiempo, de mostrarlas. Que también es una excusa, un pretexto para justificar cualquier decisión. El campo ideal para desarrollar un cualquiercosismo fascinante. Es un hueco para meter ideas, obsesiones, chistes, fiestas, muletas ortopédicas, biografías, robos, dibujos, espirales Fuyi y hasta la propia carpa que la contiene. En la historia del arte argentino se puede meter y esconder todo, es decir, es un contenedor para llenar. Es una bolsa, una mesa, una panza. O al menos así lo piensa este artista y curador, que desde hace más de una década viene desarrollando una serie de obras y exhibiciones que flotan alrededor de todas estas posibilidades: “Me gusta pensar que en la historia se guardan o se esconden cosas para proteger determinados relatos en un momento específico, así se pueden contar en otro momento; por eso también pienso que la historia del arte argentino es también un lugar de enunciación para darle proyección a algo que no se dijo antes o no se está mirando ahora”.

 

ENTRE GAUCHOS Y TRAVESTIS

A finales del siglo XIX, entre 1878 y 1880, el escritor argentino Eduardo Gutiérrez publica Juan Moreira en formato de folletín. Rápidamente, se convirtió en un ícono de literatura gauchesca y también en una de las primeras publicaciones que intentaba retratar la manera en la que ese jovencísimo Estado argentino reprimía y perseguía a los gauchos. Pocos años después de la publicación de la novela, en 1884, Gutiérrez la reescribe como un “mimodrama”, para que pueda ser interpretada con mímicas en un espectáculo circense.

Mientras Gutiérrez comenzaba a pensar Juan Moreira, en 1873, José “Pepe” Podestá fundaba su propia compañía de circo del otro lado del Río de La Plata. Junto a sus hermanos Gerónimo, Pablo y Antonio originan en Uruguay la compañía de los Hermanos Podestá. Se habían criado viendo espectáculos circenses que llegaban a Montevideo desde Europa, pero su intención fue crear un circo con una estética local. Siete años después de su fundación, la compañía llegó a Buenos Aires con el nombre Circo Arena y debutó en el Jardín Florida, ubicado en Florida y Paraguay. Allí ganó reconocimiento y comenzó a interpretar nuevas obras y a afinar aún más su propio estilo. Pepino el 88 era el nombre del personaje más popular de José Podestá y cada vez que aparecía en escena, según contó en su autobiografía Medio siglo de farándula, decía: “Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco con maestría y el público, casi chocho, me llama desde aquel día Pepino el 88”.

Hasta acá, dos proyectos artísticos que suceden en simultáneo y de manera paralela: un escritor escribe una novela y una familia arma un circo. Sin embargo, el punto en el que Juan Moreira y el circo de los Podestá se juntan marca un punto de inflexión en la historia de las artes escénicas argentinas y sobre esto Villanueva dice: “Cuando los Podestá hacen su versión de la novela de Gutiérrez, no con mímicas sino con texto, marcan la fundación del teatro argentino y al mismo tiempo del Circo Criollo. Esto generó un efecto medio lisérgico; las personas no entendían que lo que estaban viendo era una ficción y en la escena final, cuando matan al gaucho, la gente se empezaba a meter a la arena y se armaba un desorden en la carpa porque no entendían lo que pasaba”. No se necesitó del Teatro Colón, ni tampoco de grandes instituciones, para fundar un posible origen de las artes escénicas argentinas; bastó con una carpa y una familia haciendo bufonadas. “Después de muchas funciones y de girar por varias ciudades, se empezó a diferenciar lo que pasaba en escena de lo que podría ser ‘la vida real’. Con el circo criollo nace la idea de una teatralidad, de que adentro de la carpa hay algo que no existe en ningún otro lado”.

A pesar de la centralidad que tuvo el circo hacia finales del siglo XIX, la pintura de la época no incluyó a las carpas y los payasos en sus temáticas habituales. Sin embargo, durante los primeros años del siglo XX, el pintor tucumano Valentín Thibon de Libian realizó algunas obras que retrataban el universo circense y en 1918 exhibió en el Salón Nacional una de ellas, “El alma del circo”. En sus pinturas, de colores estridentes y saturados, los payasos hacen sus presentaciones en la arena y en una obra en particular aparece un payaso con la cara un poco triste y un traje completamente rosado, actuando en Buenos Aires, pero nacido del otro lado del océano, en Inglaterra. Ese payaso, que convivía con la compañía de los Podestá, era Frank Brown –intentó formar parte del Circo Criollo, pero rápidamente lo abandonó–.

“Lo que más me interesó de Frank Brown era su rareza. Tenía un traje rosa y había armado un circo solo, mientras que el resto eran compañías familiares y, además, se vestía de mujer para hacer el papel de Mademoiselle Picolomini. Es decir, es la primera aparición de un clown travesti en público”, dice Villanueva. Con todos estos componentes, Brown se transformó en un personaje que, como mínimo, incomodaba. Su paso por el circo de Pepino el 88 fue fugaz, pero se llevó con él a la esposa de uno de los hermanos Podestá, Rosalía Robba, mejor conocida como Rosita de La Plata. “Incluso la relación con su mujer era extraña para la época porque no tuvieron hijos, porque hay historias que dudan de si era hombre o mujer, y porque ella generaba mucha fascinación cuando se subía a hacer piruetas arriba de un caballo. Era tal lo que producía que en los carnavales había hombres que se disfrazaban de Rosita”.

Estos dos hitos de la historia del circo que reescribe Villanueva en su muestra marcaron el origen del circo en Argentina, que siguió muy activo durante las primeras décadas del siglo XX y que siempre generó bastante tensión en las calles de Buenos Aires. Entre los episodios circenses que el artista incluyó en las obras preparadas para Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco se puede ver, por ejemplo, el recorte de diario que cuenta cómo fue encendida la carpa de Frank Brown en 1910. En aquel entonces, el payaso inglés había montado su carpa con su más elegante lona con el objetivo de estar a tono con los festejos del Centenario de la Argentina. Sin embargo, ocupar una parte de la calle Florida para semejante fiesta popular no fue bien visto por los vecinos aristócratas de Buenos Aires que festejaron con alegría el incendio, acaso después de haberlo orquestado.

Con estas dos historias, Villanueva usa al circo como excusa para ilustrar cierta tradición antipopular argentina que tuvo su máxima expresión en el bombardeo del ’55. “Pienso que el circo es un espacio muy molesto para cierta clase social. Pienso que Frank Brown era muy molesto, con su traje rosa y su tutú. Pienso que la idea de la carpa era molesta porque no era algo fijo, sino que se armaba y desarmaba y no tenía valor de propiedad. Pienso que es lo que no está quieto lo que le molesta siempre a Buenos Aires”.

 

FORMAS DE ORDENAR LA HISTORIA

Antes de estudiar e investigar acerca de algunos episodios del circo argentino y su relación con la historia del arte local, Santiago Villanueva hizo muchas otras cosas. Fundó espacios de arte, como el Nuevo Museo Energía de Arte Contemporáneo (La Ene), Eros y, la semana pasada, La Lengua –este último junto a Fernanda Laguna, Feda Baeza, Rodrigo Barcos y Macs Zimmermann–. Fue curador en el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el MALBA, el Museo del Chopo y el Tamayo (ubicados en la ciudad de México) y en múltiples espacios independientes de la ciudad. En la última década, su trabajo como curador ha iniciado algunas discusiones que se dieron dentro del mundo del arte local, en la medida que sus proyectos cruzaban artistas contemporáneos y jóvenes con otros históricos o con movimientos artísticos que no han sido demasiado atendidos en la Argentina, como fue el caso del Grupo Orión, en el marco de la exposición que curó en 2017, Objeto móvil recomendado a las familias.

Entre otras cosas, ganó la beca Rutherford para trabajar con la colección de arte latinoamericano de Tate Modern en Londres, ganó el primer premio del Salón Nacional de Rosario y fue seleccionado para participar de la Octava edición del Premio arteBA Petrobras de artes visuales con el proyecto Adquisición. También ha creado proyectos editoriales como la revista Mancilla y la editorial Caracol y ha publicado libros propios como El surrealismo rosa de hoy o Mariette Lydis (este último junto al crítico Claudio Iglesias).

Como artista, empezó a mostrar su trabajo en 2007 y desde entonces realizó numerosas muestras individuales y colectivas. Entre todas esas experiencias, hace poco más de una década, realizó una serie de obras llamada Geografía plástica argentina. Tomando como punto de partida el libro homónimo del crítico Romualdo Brugheti –publicado en 1958–, Villanueva realizó diferentes collages que referían a algunos pasajes de aquel libro. La particularidad de esas imágenes es que se trataban de mesas revueltas, es decir, de composiciones que mostraban un estado de la mesa de trabajo, un momento particular en el que diferentes objetos se unieron (recortes de libros, fotos de obras, hilos, pinturas, entre otras cosas). Con ese proyecto, realizado en 2013 en la Fundación Cisneros en Estados Unidos, Villanueva dio origen a la manera de trabajar que mantiene hasta el día de hoy: Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco presenta un conjunto de mesas revueltas montadas sobre chapadur, material emblema de los estudiantes. En cada una de ellas se señalan diferentes referencias a la historia del circo nacional: allí están los hermanos Podestá y está Frank Brown, pero también las obras de Thibon de Libian, La cabalgata del circo, la revista El Mosquito y un montón de narices rojas.

“La mesa revuelta funciona como la carpa del circo, por eso las que hice para esta muestra terminan en punta. A la vez me permite desordenar la historia del arte, en vez de ordenarla. Si bien cada obra tiene un tema y se refiere a algo específico, contiene un error, por ejemplo: en la tabla sobre Thibon de Libian hay una pintura de Rossi”. Las obras que Villanueva presenta en esta oportunidad, así como lo hicieron muchas de las anteriores, señalan una característica muy propia de la historia: que los procesos no son cerrados y que en cada momento guarda un residuo de otro. Sin embargo, más allá de sus intentos por generar un grado de confusión con estos errores programados, Villanueva termina devolviendo obras bastante didácticas. Su trabajo encierra siempre un momento expositivo, una pequeña clase, algo de lo que él no necesariamente reniega: “Para mí una obra no tiene que ser críptica porque lo que importa es compartir un material que uno tiene. Encuentro y muestro. Honestamente, yo soy medio maestra de escuela”.

Esta forma de crear imágenes le permite mostrar una instantánea de su versión de la historia. No hay en la mesa revuelta nada fijo porque refiere a un momento del proceso de trabajo, de la investigación en curso. Por eso en las obras de este artista no hay conclusiones, ni tampoco hipótesis, sólo un puñado de ilusiones sobre cómo podrían ser las cosas. Una versión desordenada de los hechos. Un chisme a medio contar. Una comedia de malentendidos.

Santiago Villanueva (Foto: Nora Lezano)
 

EL ORIGEN DEL MAL

“Romero Brest hizo estragos cuando borró al circo de la historia del arte argentino”, dice Villanueva y sigue: “En general, trato de trabajar contra el canon de Romero Brest. En el ’55, cuando la autodenominada Revolución Libertadora lo nombró director del Bellas Artes, borró todo y creó una idea de historia del arte que después se abrazó desde la academia, desde la historiografía y se transformó en algo monolítico”.

Desde su aparición en el siglo XIX y hasta la década del 40, el circo vivió sus años dorados. Perón llegó a nombrarlo Circo Nacional Argentino y a promoverlo, por eso durante su gobierno giraron por toda la Argentina decenas de compañías. Esos años de esplendor de las carpas también coincidieron con los años en los que el campo del arte empezaba a conformarse. Por ejemplo, en 1896 se fundó el Museo Nacional de Bellas Artes en el edificio del Bon Marché de la calle Florida, a pocos metros de la carpa de Frank Brown. Sin embargo, la inclusión de los movimientos circenses en la pintura argentina es casi nula –salvo por las excepciones que ya se mencionaron–. “El hecho de que no se haya representado y que se haya eliminado el circo de la historia, sobre todo después del ’55, habla de la cuestión de clase que hay en el país. En la pintura del siglo XIX no hay una sola carpa”, señala Villanueva. “No está representado lo que realmente era un movimiento popular. Hasta el día de hoy el arte argentino tiene como una especie de genealogía muy antipopular, de rehusarse a algo de ese aspecto, y pienso que tiene que ver con ese canon de Romero Brest”.

Las bombas que cayeron sobre Buenos Aires en el ’55 quemaron, entre otras cosas, pinturas de Enrique de Larrañaga, uno de los pocos artistas que se acercaron al primer peronismo y que retrató en detalle el mundo del circo. La propuesta artística que llegó con el golpe tuvo que ver con poner en el centro de la escena aquellas obras que resonaran en el contexto internacional y que se distanciaran del peronismo, como lo hacían artistas como Larrañaga. Es decir, se abandonó una tradición propia para poder adoptar una de afuera. “Hasta el golpe, creo que la historia del arte argentino tuvo un tiempo propio y que después tuvo un tiempo dependiente. En este sentido, la propuesta de Romero Brest es mucho más colonialista que, por ejemplo, la de la Generación del ’80, que a pesar de mirar todo el tiempo hacia Europa tenía una idea de colectividad o nación (capaz en el peor de los sentidos, pero lo tenía). Lo que llega en los cincuenta es algo que está muy atado a cómo nos tienen que ver y no a cómo tenemos que ser”.

La manera en la que el tiempo puede funcionar es central en el trabajo de Villanueva. En sus obras y sus curadurías, las lecturas y relatos que aparecen sobre la historia del arte emergen como la espuma del champán recién abierto: sube hasta la superficie, se derrama un poco hacia los costados y desaparece; lo que hay en ellas es un enchastre transitorio. “Hace años la artista Claudia del Río me mencionó un texto del ensayista Héctor Murena que decía que Buenos Aires había quedado en ‘estado de carpa’, que todavía seguíamos en una especie de campamento, es decir, en un estado transitorio: hoy estás acá, pero mañana capaz te tenés que mover. Fue muy formativa esa idea para mí porque, si pensás la historia del arte como ‘estado de carpa’, podés pensarla como un espacio que está moviéndose todo el tiempo y no como la conformación de algo fijo. En ese movimiento se pueden incluir un montón de cosas”.

Este estado de carpa en el que vive Villanueva es lo que genera que sus obras no originen versiones canónicas de los episodios escondidos del pasado, sino apenas unas versiones pasajeras, puntos de vista tangenciales y pasajeros. Es por todo esto que sus obras sólo ofrecen una manera de discurrir en la historia pero no de decir algo sobre ella. Sus imágenes no pretenden decir nada porque ni siquiera pueden. Pero sí buscan pensar. E intentan pensarlo casi todo.

> Acepto, estudio, trasnocho, salto, brinco se puede visitar de martes a viernes, de 15 a 19, en la galería Isla Flotante, Viamonte 776, Piso 2, departamento 4. Hasta el viernes 20. Gratis.