El siglo XIX fue una etapa de florecimiento y transformación en la danza clásica. Surgieron los ballets románticos con argumentos sobre el amor, la muerte y lo sobrenatural; las bailarinas fueron protagonistas de esas historias con tutús hasta las rodillas y por primera vez usaron zapatillas de punta que potenciaron su carácter etéreo. Fue también un período de grandes cambios en la iluminación de los teatros: se usaron velas, lámparas de aceite y de gas hasta la llegada de la electricidad. La Sylphide, El lago de los cisnes, Giselle y Coppelia son títulos emblemáticos de un siglo que tuvo una contracara nefasta: un promedio de cinco teatros se incendiaban por año en Europa y decenas de bailarinas morían quemadas. Eran muy jóvenes y sus faldas se prendían fuego al acercarse demasiado a las lámparas de gas. Un fenómeno que condensó la belleza del ballet y el horror. 

Este es el Lado B que retoma Bailarinas incendiadas, la nueva obra de Luciana Acuña. La propuesta demandó meses de investigación histórica y trabajo creativo, y transporta ese universo decimonónico a una escena contemporánea que cruza lenguajes y acerca universos disímiles. Hay sonidos electrónicos, piano y batería furiosa, una danza enérgica y salvaje, textos, proyecciones, un diseño de luces que deviene protagonista y pinceladas de humor que se cuelan en la tragedia, como también se cuela el público en un baile colectivo. 

Coreógrafa y bailarina que descolocó a la escena porteña con el grupo Krapp fundado junto a Luis Biasotto, Acuña armó para esta nueva aventura un dream team. Se sumaron Carla Di Grazia, Tatiana Saphir y Milva Leonardi en baile e interpretación; Mariana Tirantte en escenografía y vestuario, Ignacio González a cargo de la investigación histórica, Alejo Moguillansky en video y textos junto a Mariana Chaud, Gabriela Gobbi en producción, Matías Sendón en luces y Agustín Fortuny en música.

Cada función en Arthaus desborda de casi noventa personas que se sientan en el piso, algunas quedan de pie o se acomodan en banquetas altas formando una especie de corredor o pasillo donde sucede la acción. En un extremo se ubica Sendón con distintos dispositivos, en el otro Fortuny con sus bandejas y sus instrumentos y detrás de él una gran pantalla. En ese espacio escénico se desarrolla una ficción que avanza por capítulos, cada uno dedicado a un incendio ocurrido en un teatro del 1800 en salas de París, Estocolmo, Filadelfia, Londres. 

Cada caso cobra vida mediante un mix de textos que los intérpretes narran micrófono en mano y que se van cargando con otros discursos. Por un lado el de los cuerpos: ellas con tutús vaporosos hasta las rodillas, zapatillas de gimnasia y mallas en los torsos; ellos (Sendón y Fortuny) también con tutús, remeras y zapatillas. Un look que genera comicidad y que a las chicas permite desplegar una danza hecha de caídas, choques, quiebres, espasmos y saltos al ritmo de una sonoridad extrema, a contrapelo de la delicadeza del ballet. Ellos también se suman al baile en ciertos pasajes y se arma un entramado particular. Las visuales proyectadas combinan imágenes de ballets de la época, ilustraciones, cuadros de Degas y Toulouse Lautrec, fragmentos de películas. 

Sendón pasa a ser un intérprete más explicando cómo se iluminaba entonces, manipulando luces y generando momentos prodigiosos como cuando dos reflectores móviles con sus haces de luz danzan una melodía perfectamente a tempo. Todo se articula en una atmósfera poética. “Desde el comienzo del proceso tuve una idea bastante clara: usar textos sobre música tecno, contar los relatos de esas bailarinas sobre una música muy arriba que te hiciera bailar. Con Agustín trabajamos por capítulos: cada capítulo es un tema musical y cada tema tiene una letra que es el relato sobre una bailarina. Sobre esa base fuimos viendo qué necesitaba cada historia”, cuenta Acuña a Página/12.

-¿Cómo llegás al tema de la obra?

-Estaba investigando sobre los cuerpos de la danza y sobre qué cambió desde los ballets románticos a esta parte. Lo hablé con Susana Tambutti y me dijo que leyera la investigación de Ignacio González sobre las bailarinas decimonónicas incendiadas. Él es investigador del CONICET y empezamos a trabajar juntos. El tema me atrapó: son imágenes demasiado contundentes, casi al borde de lo sublime. Cuerpos quemados en una función frente al público. El fuego, las brujas, las mujeres… Hay un imaginario asociado que ya está dado. En un momento de la obra hacemos alusión a los femicidios, no podíamos no hacerlo. Me pareció un tema muy rico, con muchas aristas para abordar.

-Hay una pregunta que aparece: “¿Quién mató a Emma Livry?”, la bailarina francesa que murió a los 20 años. Y con la acumulación de casos esa pregunta toma más fuerza. ¿Qué pensás al respecto?

-Era un sistema de producción muy masculino: los productores de las óperas, los abonados que las financiaban, los directores de ballet que también eran hombres. Por supuesto ellas fueron víctimas pero a la vez eran unas valquirias, unas guerreras. Ocuparon un lugar protagónico, escalaron muchísimo después de años en que los varones hacían los roles femeninos. Fueron las primeras en subirse a las zapatillas de punta y rechazaron los tutús con telas ignífugas porque eran duras, porque iban en contra de la belleza que ellas encarnaban.   

-Los ejemplos que dan son de teatros extranjeros salvo el de Buenos Aires, donde no hubo muertes.

-Acá zafamos pero podría haber ocurrido. No encontramos casos en Argentina ni en América pero sí nos impresionó que acá, muy cerca de Arthaus, donde ahora está el Banco Nación, funcionó la primera sede del Teatro Colón que tenía una araña de ocho metros de diámetro. No lo podíamos creer: si no se quemó nadie fue de pura suerte. Nos impresionó tanto que lo más importante de la escenografía de la obra es justamente esa gran araña que nosotros reproducimos con tubos de neón. La otra referencia local es la de La Telesita, la leyenda de Santiago del Estero del siglo XIX sobre la chica que escucha los sonidos que venían del pueblo, se lanza a una danza libre en el monte y muere quemada. Es el único texto que no decimos, se proyecta en la pantalla. Ese momento me gusta mucho: todos en comunión leyendo un relato durante cinco, siete minutos. 

-La contradicción cobra mucha fuerza: la oposición belleza-muerte, el lirismo de la época y el lenguaje contemporáneo, el dramatismo y la comicidad. 

-Siempre trabajo con la contradicción, esos opuestos que hacen que las cosas no sean de una manera. Somos un grupo que busca más el desequilibrio que la tranquilidad. Nos interesó pensar en esas bailarinas desde el hoy, no hacer una representación de eso. El movimiento, por ejemplo, fue pensado desde cuál es la sensación en el cuerpo cuando se está quemando, cómo es prenderse fuego bailando pero sin caer en la representación literal que derrumba cualquier imagen que empieza a ser más poderosa. En este sentido, Carla es una bailarina con un grado de belleza súper contemporáneo que tiñe todo de misterio. Matías ya venía estando en escena en obras anteriores y en ésta no podía no estar. Gonzalo Córdoba, el iluminador, le prestó un libro sobre la iluminación teatral en el siglo XIX y encontramos cosas maravillosas. Por ejemplo, el diario de un iluminador del Teatro Real de Estocolmo con puestas de luces escritas y detalladas. Ahí aparece la de la ópera La muette de Portici, en la que se prende fuego el traje de Emma Livry. Se nos ocurrió que Matías reconstruyera esa misma puesta de luces con dos reflectores móviles. La idea fue extremar todo. Es como un diálogo continuo entre nosotros: todos pensamos y nos involucramos en las distintas áreas. Los materiales no están disociados y se va armando una sola cosa.

* Bailarinas incendiadas se presenta los jueves 12 y 19 de junio y el viernes 13 a las 20 horas en Arthaus, Bartolomé Mitre 434. Entradas en Alternativateatral