Solana Marticorena combina, desvía, permuta formas y colores. Una pintura que lanzada al juego de necesidad y libertad que la constituye, solo está atenta a sus propias preguntas, ¿Cómo hablar de ello?

Tal vez el término más adecuado sea itinerario. Palabra tan musical para acercarse a una obra que es a la vez tránsito y cobijo de múltiples voces silenciosas -la pintura es muda- que cantan con los colores nacidos de las derivas de su gesto.

Itinerario, porque el trayecto de las obras de Solana tiene lugares y paradas, espacios que irrumpen novedosos -la aparición del color, del paisaje y de la naturaleza, de un espacio más abstracto- pero deudores de anteriores experiencias. Y en todos ellos su marca es la de un dinamismo, de un ritmo que puede llegar al puro paroxismo y caos, de una efervescencia de colores que trabajan por acumulación y fragmentación. Líneas y formas que recorren la superficie haciendo de ella un tapiz, una red, una trama, un tejido conjuntivo. Esa fragmentación -esa técnica/proceso hecha de crecimientos y destrucciones a veces más orgánica, a veces más geométrica- conforma una estructura, en la que los trazos que serpentean por todo el plano y que lo moldean como un delta o como un vitral, libera las formas que se abren según su propia ley, generando la unidad del conjunto y conformando una totalidad que palpita.

Solana estuvo cerca del arte desde pequeña. Pero fue en el primer año del colegio Nicolás Avellaneda cuando por una profesora, la señorita Laclau, se despierta su pasión por el surrealismo. Su padre estimula este descubrimiento sumándole el de la obra de Paul Klee. Tal vez estas impresiones permanecen en sus abstracciones iniciales, cuyos títulos -hay en el nombrar las obras una generación de sentido- se abren ya al acto poético.

Por mediación de su madre, el primer artista que la orienta es Kenneth Kemble, quien le recomienda a una discípula, Dolly Caballero, en cuyo taller Solana trabaja alrededor de un año. Pero la jovencita no busca tanto un trabajo libre, sino las nociones básicas acerca del color y sus matices, y así, por otra recomendación, esta vez de una amiga de su madre, arriba al taller de Elena Visnia, en el que permanece por seis años y del que rescata el "aprender a ver".

Se acerca, fascinada por la tapa ilustrada de un libro -no es casual su nombre: Qué es el deseo- al maestro Carlos Gorriarena, quien además de recomendarla para una beca, la hace su discípula por dos años: “Me transmitió el hacer de la pintura, entrar y salir de la obra, atravesando los miedos, y elegir el riesgo de pintar sin saber el resultado final de ese cuadro. También una manera de relacionarme con un saber intuitivo con respecto al color”.

Continúa su formación en dibujo con Patricia Dunsmore: “Me posibilitó poder vincular sorteando las dificultades que me presentaba a mí el dibujo. A través de diversos ejercicios me liberó del respeto hacia algunos aspectos del dibujo”.

Ya lanzada al trabajo artístico, después de cursar tres años en la Nueva Escuela de Diseño y Comunicación (2001-2003), asiste al taller de Jorge González Perrin: “Me marcó en el recorrido de mi trabajo brindándome herramientas para aumentar la versatilidad y el movimiento continuo en el desarrollo de mi imagen, ese recurso que yo no veía o estaba a un costado. La obra en esencia es una, pero puede tener varias aristas. También me guió y potenció en mi formación en los talleres de arteterapia.”

Participa en las clínicas de Luis Felipe Noe (2006) y Eduardo Medici (2024), buscando desplegar y potenciar los recursos aún latentes en su obra.

Al comienzo de su itinerario, Solana dibuja como haciéndose eco a su manera de la polémica que atravesó por siglos la pintura occidental entre el dibujo, valorado por mental, reflexivo y racional y el color, por mucho tiempo inferiorizado por sensible, accidental, engañoso, seductor. Disputa zanjada en el siglo XVIII y superada en la obra de Bonnard. Pero el dibujo en Solana ya anticipa su pasión por el color.

Sus primeras obras “autónomas" son dibujos, Tintas chinas (2000), en los que emplea ese material y lápiz, pastel y fibras, en Figuras fantasmas (2001-2002). En estos trabajos sobre papel la línea guía su propio acontecer, una de las características visible en todas sus etapas. En Tintas chinas, las líneas conforman una gramática de imbricadas contorsiones, reiteradas por acumulación de grafismos, formas dinámicas de diversas texturas en constante gestación que se acumulan cubriendo el plano, presas de un cierto horror vacui. Esas imágenes darán lugar a otras con curvas y contracurvas en las que aparecen zonas invadidas de pequeños gestos, abriendo el juego a encuentros y desencuentros de un imaginario que la artista llama “figuras fantasmas”, tal vez por la sugerencia de formas ambiguas que escapan de lo que llamamos real. En otra serie de sus figuras atisba el color con el empleo del azul en algunos planos que crean otra espacialidad. Pero el color aparece contundente en los últimos trabajos donde la línea retoma sus contorsiones y formas-signo, de líneas vibrantes, plumeados en fusión y eclosión -como los llamaba Delacroix- que cubren la superficie ocupada toda ella por una caligrafía de planos vibrátiles coloreados. En estos espacios y universos de fantasía en constante movimiento se anticipa el modo de trabajo por acumulación, repetición y color intenso de los mundos en los que se internará en los años siguientes.

Dos años después, en Paisajes fantasmas (2004-2005), esas figuraciones cambian radicalmente para dar lugar a lo propiamente pictórico con el uso de otra materia, la pintura acrílica -cada materia genera sus formas y sus modos- y una gestualidad desplegada en su máxima potencia. La línea convertida en trazo, se deshace y se entrega a la espontaneidad irracional que refuerza el tránsito del color. Transparencia y superposición, un abandono a lo que surja, al deseo que gobierna su gesto, por la que fuertes, espesos, superpuestos trazados en colores primarios responden al abandono y a la fuerza del toque al que se entrega. Como si ahora los fantasmas - única alusión que conserva de sus trabajos anteriores- fuesen sugeridos por los gestos fortuitos, surgidos de una subjetividad liberada de convenciones, que se expresa de forma intuitiva y de espaldas al resultado.

En esta etapa las obras responden a una dialéctica de la que la artista no es dueña; entregada a un hacer no premeditado surgen alternativas que suman los logros anteriores, incorporados pero transmutados. ¿Qué es lo que subyace a los corsi y recorsi que jalonan su búsqueda? La aparición de la obra haciéndose.

Decía Lyotard, ver bien una obra es verla haciéndose y este ser en gestación es casi una condición ontológica del trabajo de la artista ya sea en sus figuras fantasmas, paisajes naturalezas o encajes. Siempre la vida luchando por mostrarse.

* Investigadora en historia del arte y artista. Fragmento del texto del volumen Por aquello que palpita (128 páginas), sobre la obra de Solana Marticorena del período 2000/2024”; libro recientemente publicado en edición de la artista.